arte y ciencia

Arte y ciencia han sido oficios contiguos, casi hermanos, con vehículos expresivos distintos pero con la misma usina de preguntas.

Pero no solo se parecen en una manera de explorar el mundo, de navegarlo, de interrogarlo y cuestionario sino que forman un espacio que es propio, casi definitorio de nuestra infancia. Todos somos (hemos sido) de pequeños artistas y científicos sin preguntarnos dónde está el borde entre uno y otro. Y esto no es solo una metáfora para descubrir el navegante curioso de revelar lo desconocido, del que interviene rompiendo, armando, desarmando. Se refiere a una analogía más profunda sobre el método para descubrir y cuestionar. Estableciendo teorías y conjeturas que se forjan y se deshacen con intervenciones. El niño que fuimos tirando objetos identifica regularidades para cimentar un modelo sobre la gravedad y construir los primeros esquemas sobre cómo funciona el universo. El que pinta, construye, modela, dibuja, tiñe de colores, explora  un universo quizás aún más vasto: el de los límites, las reglas y las formas de lo que vemos, lo que representamos y lo que imaginamos.

La ciencia y el arte habitan un espacio raro. Se nombra fácil pero oxidado en el desuso adulto se curte a fuego lento. En mi camino, ciencia y arte se han encontrado en un proceso de experimentación, de investigación, en un repertorio de preguntas. Y no donde se lo suele ubicar en el imaginario inmediato, en un espacio de fanfarria tecnológica. Nuestra obra, de hecho, en muchas instancias es de una simpleza material extraordinaria: a veces recortes de papel o un cuento susurrado en el oído.

El arte, como la ciencia, es una aventura social. Y en este caso para mi ha sido una historia de amistad con nombre propio. Con Mariano Sardón, mi tocayo con el que he caminado lado a lado durante una década y aprendido una libertad con contornos distintos que ofrece el arte en este espacio de preguntas. La ciencia y arte tienen que encontrarse en un espacio, no solo en una intención. Y por más que ese espacio se declame, en general no existe como tal.  Con Mariano resolvimos esto de una manera parsimoniosa, replicando fórmulas antiguas. Nuestra obra se gestó en un café. No  en un laboratorio, ni en un atelier, ni en un taller, ni en ningún espacio en el que uno fuese, aún de manera ínfima, extranjero. Así es que todo empezó, como un diálogo genuino, amistoso, compulsivo. Un dia, en nuestro café usual, pasados varios años de conversaciones sostenidas que no se plasmaban, le manifesté a Mariano mi ansia por ensuciarme las manos y por generar objetos tangibles. Lo recuerdo casi como el profesor Miyagi miraba a Daniel San luego de haber lijado muros. Todo estaba hecho. Casi sin saber cómo, se sucedieron las pinturas, herramientas, soldaduras, telas, galerías, museos. La obra viajó casi por su propia determinación a México, a Austria, al museo Pushkin de Moscú y de ahí al Palacio Fortuny en la Bienal de Venecia, a galerías en Verona, Madrid y a seguir recorriendo el mundo con sus preguntas. Pero lo cierto es que la obra ya se había gestado en los dibujos de un cuaderno que testimoniaba las conversaciones en una zona franca, libre, agnóstica, tolerante, bulliciosa, viva. A la orilla de la mesa de un cafe.

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